Decidido: Una ciencia de la vida sin libre albedrío (y III)
¿A que renunciamos junto con el libre albedrío? El vértigo de aceptar que no existe
Las conclusiones más importantes de lo visto en las dos primeras entregas de esta extensa reseña (esta y esta) es que, según Sapolsky, la evolución ha producido un continuo de elementos biológicos e influencias ambientales que no deja resquicios por los que pueda deslizarse algo de libre albedrío. Sin embargo, aunque se acepta que los atributos y aptitudes corporales están constituidos por materia biológica, el carácter, resiliencia, fortaleza mental, coraje y otros rasgos de similar categoría se atribuyen preferentemente a un alma o ente equivalente.
En virtud de su carácter caótico, mucho de lo que ocurrirá en un sistema vivo en un instante posterior al de una observación inicial no se puede predecir. En tanto que complejos, los sistemas vivos dan lugar a fenómenos emergentes, nuevos, impredecibles a partir de las características de sus elementos constituyentes. Y como ocurre con el resto de la materia, en los niveles subatómicos de los entes vivos se producen extraños fenómenos cuánticos; además, en esos niveles reina la aleatoriedad.
Sin embargo, en la progresión de un sistema caótico cada interacción es determinista, no caprichosa. Además, por muy nuevas e inesperadas que sean las características emergentes de un sistema vivo, las partes que lo componen no pueden trascender sus limitaciones biológicas para contener fenómenos que, como el libre albedrío, escapan a sus reglas. Y aunque parecen suceder acontecimientos aleatorios (indeterministas) en el nivel subatómico, no es posible que la extrañeza propia de ese nivel permee hasta llegar a influir en el comportamiento; además, la aleatoriedad inherente al nivel cuántico no es la mejor aliada posible de un agente consciente y libre. ¿Dejaríamos acaso las decisiones en manos del azar?
En los últimos capítulos de Determined, Sapolsky analiza, por un lado, las que, a su juicio, son causas profundas de la resistencia a aceptar que no existe libre voluntad ni actos libres y, por otro lado, las consecuencias en el terreno moral, jurídico y social que implicaría su aceptación. Esta parte del libro recurre más a casos históricos de delitos (reales o no), enjuiciamientos y ajusticiamientos, y a la evolución reciente de estos episodios. También valora la dificultad psicológica para asumir y aceptar que no actuamos consciente y libremente.
Frente a lo que algunos proponen y ciertos estudios parecen sugerir, no es cierto que quienes no creen en el libro albedrío tengan un comportamiento menos prosocial que quienes si creen; tampoco son más inmorales. Pero sí es cierto que la prosocialidad se manifiesta de forma diferente y las bases de la moralidad son distintas en unos y en otros.
El autor, como he apuntado antes, hace un repaso histórico de las consecuencias reales que se han derivado de la creencia prácticamente universal en el libre albedrío. Asuntos tales como la atribución a las personas epilépticas la condición de endemoniadas, o el trato que se dio en la Edad Media a los leprosos, afortunadamente ya superados, ejemplifican los peligros de atribuir carácter voluntario a los actos de los afectados. Todavía en el siglo XX, condiciones como el autismo y el TDAH han sido atribuidas por ciertos “expertos” a la actitud de las madres durante el embarazo o los primeros años de vida de los bebés, arrojando sobre ellas una culpabilidad absolutamente inmerecida.
Sapolsky sostiene, a partir de sus conclusiones –basadas en la neuroendocrinología del comportamiento y en la evolución– y de las enseñanzas de la historia, que la justicia penal basada en principios retributivos o, incluso, restaurativos, es radicalmente injusta, pues atribuye culpabilidad a sujetos cuyas actuaciones habían sido consecuencia de la larga y compleja secuencia de relaciones causales que ha conducido hasta decisiones juzgadas culpables y delictivas. En lugar de un sistema judicial penal basado en esos principios, propone adoptar un modelo inspirado en la noción de “cuarentena”, para proteger a la sociedad de las personas que han causado mal y se cree que pueden volver a causarlo.
Sin embargo, somos muy reacios a aceptar las consecuencias, de diverso orden, que se derivarían de asumir que no actuamos libremente. Para empezar, nuestra condición prosocial se asienta en mecanismos que favorecen el castigo a los tramposos. Por eso nos satisface que sean castigados quienes no cumplan las normas o actúen mal. Es un sentimiento muy hondamente arraigado.
En ese contexto, y porque el castigo siempre conlleva costes, la (buena o mala) reputación resulta muy útil, pues las personas que no cumplen ganan mala fama, y esto hace que los demás no quieran cooperar con ellas, evitando así la necesidad de castigo. Pero esto no elimina la satisfacción que produce el castigo a los tramposos, lo que tiene trascendencia social, dado que dificulta la posible implantación de un sistema penal no retributivo.
Sapolsky, sin embargo, cree que eso es algo que ya estamos haciendo, como ejemplifican algunos casos que expone en el libro. Sostiene que podemos eliminar la creencia de que las acciones se eligen libre y voluntariamente a medida que nos volvemos más conocedores, más reflexivos y más modernos. Y que eso hace que vivamos en un mundo mejor.
En el capítulo final Sapolsky adopta un discurso más filosófico. Dice que lo que la ciencia de este libro enseña es que no hay significado. No hay respuesta al "porqué" más allá de "esto sucedió debido a lo que sucedió justo antes, que sucedió debido a lo que sucedió justo antes de eso". No hay nada más que un universo vacío e indiferente en el que, ocasionalmente, los átomos se juntan temporalmente para formar cosas que cada uno de nosotros llamamos Yo.
Sin embargo, los seres humanos hemos sobrevivido y progresado gracias, en parte, a haber desarrollado una sólida capacidad de autoengaño. Y esto ciertamente incluye la creencia en el libre albedrío.
¿A qué renunciamos junto con el libre albedrío? El rechazo de la idea del libre albedrío nos deja con una imagen incomprensible e inaceptable de la humanidad, ya que no hay responsabilidad ni obligación moral. Renunciar a eso es muy difícil. Será muy difícil convencer a la gente de que un asesino despiadado no merece culpa. Pero eso no es nada al lado de la dificultad de convencer a la gente de que ellos mismos no merecen ser reconocidos o premiados si han hecho una buena obra o han sido los primeros de su curso en la universidad.
No existe un "merecimiento" justificable, según el autor. La única conclusión moral posible es que usted no tiene más derecho que cualquier otro ser humano a que se satisfagan sus necesidades y deseos. Que no hay ser humano que sea menos digno que usted de que se considere su bienestar. Puede usted pensar lo contrario porque no puede concebir los hilos de causalidad bajo la superficie que le hicieron ser quien es, porque tiene el lujo de decidir que el esfuerzo y la autodisciplina no están hechos de biología, porque se ha rodeado de gente que piensa lo mismo.
Esta última parte del libro me ha parecido brillante. Cuando ya ha repasado la biología y demás disciplinas científicas que hay detrás de su tesis, aborda las motivaciones de fondo del rechazo a la renuncia a considerarnos libres y responsables.
En todas estas páginas solo he echado de menos una referencia más directa al yo, esa entidad que crea nuestro sistema nervioso y a la que se empeña en atribuir agencia y libertad. Esa entidad es parte del engaño. La máquina biológica que dicta la conducta necesita engañarse a sí misma para poder sobrevivir. Y sin embargo, como dice Sapolsky, deberíamos ser capaces de asumir que somos una de esas cosas que se forman cuando un conjunto de átomos se juntan temporalmente, una absoluta casualidad, un accidente minúsculo en el devenir del universo, sin propósito ni significado especial.
Sospecho que cuando la máquina biológica acepte su condición de máquina, con todas sus consecuencias, y supere el vértigo al vacío existencial, la vida, despojada ya del mérito y la culpa, será más digna de ser vivida.
Autor: Robert Sapolsky.
Traductor: Mariano Guirao.
Título: Decidido. Una ciencia de la vida sin libre albedrío.
Ed. por Capitan Swing, 2024.
Fascinante. Muchísimas gracias por las tres reseñas.
Me pregunto si no creer en el libre albedrio nos puede hacer caer en el victimismo? Cómo seguir jugando a que tenemos el control de nuestras vidas?
P.D.: Me encanta Salposky.
Gracias por el resumen del libro de Sapolsky. No sé si conoces la réplica que le hizo Mitchell en su blog (es posterior a la publicación de ambos libros y al debate que tuvieron online): http://www.wiringthebrain.com/2024/01/undetermined-response-to-robert_22.html y anteriores, donde da respuesta punto por punto a los citados aquí.
Por mi cuenta, añado otras.
- El caos determinista solo es un modelo simplificado de cálculo. Se presupone un comportamiento determinista laplaciano a los sistemas naturales para hacerlos computables. Pero eso no elimina la existencia de sistemas dinámicos estocásticos.
- No es cierto que la mayoría de los físicos acepte que la decoherencia restaura el determinismo en los sistemas macroscópicos. Además de su artículo "More is different" (uno de los hitos del emergentismo), P.W. Anderson escribió otro, igual de importante, titulado "Why decoherence has not solved the measurement problem". La decoherencia sigue siendo un proceso estocástico, la evolución unitaria de la función de onda no es más que un instrumento de cálculo y, N. Gisin mediante, el límite clásico tampoco es determista. La única alternativa a aceptar la propuesta de Gisin (que solo la matemática constructivista tenga significado físico), es abrazar abiertamente el platonismo.
- La aleatoriedad no es el único tipo de indeterminación en la naturaleza. Para el problema del libro albedrío no es irrelevante. La indeterminación microfísica es una de sus condiciones de posibilidad, porque abre el terreno de juego a nuevas formas de relación causal en niveles superiores de organización. Pero es esa apertura a nuevas formas de causalidad (causación descendente) el motor de la novedad cualitativa. Por eso la naturaleza no es el despliegue de un algoritmo inscrito en sus condiciones iniciales, sino un proceso creativo que produce novedad sobre la marcha. Esto cabe en un naturalismo ateo. Esa creatividad solo es personal desde que las personas de carne y hueso nos sumamos a la fiesta y no es la progresión ascendente hacia un punto omega (como quería de Chardin). La agencia causal capaz de tomar decisiones libres no es más que un ejemplo de esa creatividad natural, pero a saber a qué dedica Solaris sus ratos de ocio.
- La emergencia no elimina las propiedades de las partes, no hace magia, pero las constricciones de cada contexto sí cambian su comportamiento. Esa es la base del poder causal de las nuevas formas de organización (lo explica Mitchell en la entrada que enlazo arriba).
Gracias de nuevo. Un saludo.