Dos visiones en conflicto de la naturaleza humana
Sobre los orígenes ideológicos de los enfrentamientos políticos
Probablemente por deformación profesional –soy biólogo–, cuando era joven pensaba que la naturaleza humana está, en lo esencial, moldeada por factores de carácter biológico. Por esa razón, en el sempiterno debate «nature vs. nurture», mis ideas han estado más próximas a la alternativa «nature» que a «nurture». En otras palabras, he creído que la herencia genética condicionaba de forma muy directa el temperamento, las propensiones, los gustos, y muchos otros rasgos de nuestra personalidad y la forma en que nos comportamos.
Con el tiempo he aprendido –o aceptado– que hay mecanismos mediante los cuales las condiciones ambientales, incluidas las de la crianza y la educación (nurture) pueden incidir en los rasgos antedichos. Además, cada vez me ha resultado más evidente que la expresión de los rasgos codificados en el genoma no ocurre en un vacío ambiental, y que ese contexto hace que, en el curso normal de la vida, sea la interacción entre factores genéticos y ambientales la que moldea nuestra naturaleza.
Lo anterior viene a cuenta de una distinción que tiene mucho que ver con lo dicho, aunque su autor, el economista e ideólogo liberal Thomas Sowell, la presentó hace ya cuatro décadas en términos diferentes.
Sowell se había preguntado acerca de las razones de fondo de las diferencias ideológicas de la gente. ¿Qué es lo que hace que una persona sea progresista o conservadora? ¿Por qué los defensores del libre mercado suelen, también, valorar más el patriotismo? ¿Por qué quienes apoyan medidas de discriminación positiva aceptan con facilidad las subidas de impuestos? Aparentemente, se trata de asuntos completamente independientes, que no guardan relación entre sí. Y, sin embargo, sabemos que hay un conjunto de opciones acerca de políticas concretas en áreas diversas que suelen aparecer vinculados en una gran proporción de personas y que, en conjunto, caracterizan su ideología.
Esos vínculos, según Sowell, surgen de la existencia de dos grandes "visiones" o sentimientos intuitivos que tenemos sobre la naturaleza humana. Diferentes visiones implican consecuencias radicalmente diferentes en la forma en que pensamos sobre multitud de asuntos. Los progresistas tienen una visión y los conservadores, la otra.
Por otro lado, los progresistas piensan que los conservadores son una pandilla de egoístas inmorales que solo piensan en sus propios intereses, mientras que los conservadores opinan de los progresistas que son unos mentecatos que se dejan engañar por el aparato del estado y por unos líderes que son verdaderas sabandijas.
Me dirán que esta es una aproximación muy simplista a la naturaleza o características de la brecha ideológica. No lo es. Que lo descrito hasta aquí aparente ser muy esquemático y maniqueo, no lo quita un ápice de profundidad y finura a la aproximación de Sowell. Otra cosa es que, como todo, su propuesta sea discutible. Y también que en la realidad ese esquema representa arquetipos y que las personas, no se acomodan a la perfección a un arquetipo. Las dos visiones deben entenderse, por tanto, como extremos opuestos de un continuo de pensamiento político en el que se puede ubicar a muchos occidentales contemporáneos, además de sus antepasados intelectuales de los siglos XVIII y XIX, principalmente.
Estas u otras consideraciones semejantes son el punto de partida de la obra de Sowell ‘A Conflict of Visions’, un libro publicado en 1987 y que tuvo una segunda edición revisada en 2007, veinte años después.
A las dos visiones el autor las denomina «sin restricciones» y «restringida». Más adelante, Steven Pinker las llamó «visión utópica», a la primera, y «visión trágica», a la segunda. La trágica fue expresada en su forma más depurada por el anglo-irlandés Edmund Burke, considerado el padre del conservadurismo secular, y la utópica, por el británico William Godwin, a los efectos equivalente del ginebrino Jean-Jacques Rousseau. Si se me permite el excurso, Godwin matrimonió con la ilustre escritora feminista Mary Wollstonecraft, progenitores ambos de otra Mary, la (también ilustre) autora de Frankenstein.
Según la visión trágica, los seres humanos estamos inherentemente limitados en el conocimiento, la sabiduría y la virtud, por lo que esos límites deberían tenerse en cuenta en las disposiciones sociales, sean estas del rango que sean.
En la visión utópica, sin embargo, las limitaciones psicológicas son artefactos que tienen su origen en las disposiciones sociales, por lo que no deberíamos aceptar que nos limiten a la hora de actuar para conseguir un mundo mejor.
La visión trágica es pesimista con relación al carácter de los sentimientos morales, a los que se les atribuye un fondo profundo de egoísmo, puesto que, aunque nos queramos engañar a nosotros mismos, nuestra principal preocupación real es el bienestar propio.
La forma en que funcionan las sociedades en cada momento histórico se consideran, en esta visión, el destilado de las procedimientos que han demostrado funcionar razonablemente bien a lo largo del tiempo. Esas prácticas y disposiciones sociales serían, no las ideales que podríamos concebir, sino las que mejores resultados proporcionan dadas las limitaciones de la naturaleza humana.
Por esa razón, lo que debemos perseguir con las normas y disposiciones sociales es preservar lo que tenemos, en vez de arriesgarnos a introducir cambios cuyas consecuencias podrían ser malas, en el mejor de los casos, y catastróficas en el peor. Nadie sabe tanto como para prever el comportamiento de un individuo, pero esa ignorancia se multiplica indefinidamente cuando, en vez del de un individuo, se pretende prever el de una sociedad, en la que se producen infinidad de interacciones aleatorias entre centenares, miles o millones de individuos. Los intentos de cambiar una sociedad desde la cúpula pueden, por ello, tener consecuencias mucho peores que lo supuestamente buenas que se pretendía que lo fuesen.
Quienes tienen esa visión trágica de la naturaleza humana prefieren, por ello, que los cambios que deban hacerse en las sociedades sean ajustes graduales, progresivos, cuyas consecuencias puedan ser evaluadas y, de ser el caso, corregidos.
De acuerdo con la visión utópica, la naturaleza humana no es algo grabado en piedra, sino que cambia con las circunstancias sociales, razón por la cual las instituciones no tienen un valor intrínseco. Numerosas tradiciones del pasado han sido abolidas para bien. El esclavitud, la discriminación contra las mujeres, la penalización –hasta con la muerte– de la homosexualidad o del adulterio femenino, o el apartheid son ejemplos de prácticas que se han ido eliminando con éxito. Esto constituye una prueba de que las prácticas del pasado no tienen por qué haber sido seleccionadas como un destilado de técnicas de utilidad probada y de las que se pensaba que eran parte de nuestra naturaleza.
Además, hay imperativos morales para tratar de acabar con las injusticias y el sufrimiento y si no se intenta suprimir prácticas que nos parecen moralmente inaceptables, no sabremos si se puede conseguir o no, lo que nos abocaría a resignarnos con los males y dejar las cosas como están.
Las personas con la visión trágica suelen preferir no utilizar la primera persona del plural (nosotros, nos, nuestro). Piensan, también, que nuestra ansia de poder y deseo de ser apreciados, junto con la facilidad que tenemos para autoengañarnos, pueden conducirnos al desastre cuando nos proponemos acabar con los intereses humanos.
La visión utópica pretende, mediante medidas políticas, resolver problemas tales como la pobreza, la contaminación, o las desigualdades. La visión trágica repara, sin embargo, en los motivos que animarán a quienes estén encargados de llevar a la práctica las políticas en cuestión, en las consecuencias inesperadas (e indeseadas) que tendrá la aplicación de esas políticas.
Las personas de la visión trágica son partidarias del mercado, porque en él interactúan innumerables agentes con sus intereses sin necesidad de que esos agentes sean especialmente capaces o virtuosos. Es un sistema cuya dinámica es el resultado de siglos de funcionamiento y cuyos frutos son los mejores dentro de lo que es posible. La visión utópica, sin embargo, se fija en los fallos del mercado y en la injusta –por desigual– distribución de la riqueza que tiende a producir.
Finalmente, la visión utópica es partidaria de liderazgos fuertes que faciliten la aplicación de las políticas consideradas deseables, frente a la visión trágica, que desconfía de esos liderazgos y, en general, de que deba aplicarse política alguna que no se limite a despejar los obstáculos que impidan o dificulten la interacción de los individuos en la sociedad y, en especial, en el mercado.
He empezado esta anotación haciendo referencia a mi condición de biólogo y mi inicial predilección por una interpretación determinista, de base genética, de la naturaleza humana (hoy no menos determinista pero no exclusivamente de base genética y muy matizada por la consideración de los efectos del ambiente, tal como he explicado al comienzo).
Esa llamada a las primeras líneas del artículo es pertinente porque la aparición, hacia finales del siglo pasado, de la sociobiología –de la mano del mirmecólogo Edward O. Wilson– y posteriores escuelas de pensamiento biológico –calificadas a menudo de biologicistas– se ha encontrado con una oposición encarnizada por parte de figuras relevantes del mundo académico –que tiende a ser, por cierto, arquetípicamente utópico– que, sencillamente, no toleran la idea de que ningún aspecto de nuestra naturaleza puede tener raíces biológicas. Para ellos seríamos verdaderas tablas rasas, a la vez que buenos salvajes dotados de un fantasma en nuestro interior que guía nuestras acciones.
Porque, en efecto, la visión –utópica o trágica– de la naturaleza humana está en la base de las principales diatribas que se producen hoy en los campos de la ciencia que se ocupan, directa o tangencialmente, de ella. Quien crea que tal o cual dilema científico en ese campo será esclarecido cuando las pruebas empíricas lo permitan, ignora la fenomenal influencia que tienen estas visiones –que, normalmente, se manifiestan como opciones ideológicas– sobre la verosimilitud que concedemos a esas pruebas, dependiendo de si las conclusiones que arrojan se alinean o no con nuestra visión.
Autor: Thomas Sowell
Título: Conflicto de visiones
Ed por Gedisa, 2013
[Traducido de la 2ª edición (corr.) de ‘A Conflict of Visions: Ideological Origins of Political Struggles’ (Revised ed.)
Ed. por Basic Books, 2007 [Primera ed.: 1987]
Al igual que Miguel, también me apunto el libro, porque parece un acercamiento muy interesante al tema.
También yo experimento esa «tirantez» entre una y otra visión; algo, por otra parte, que entiendo como normal, en tanto en cuanto me parece imposible tener opiniones claras e inamovibles (si no eres un fanático) sobre muchísimos temas.
Quizá el entender ese funcionamiento un poco caótico de nuestra mente y, por extensión, de nuestro sistema de valores y juicios, haría más sencillo el diálogo. Quizá es mi lado utópico el que piensa así…
Aunque sí creo que existe un fundamento sociobiológico dicotómico en nuestra aproximación política, veo incompleto y el modelo de Sowell, y con muchas lagunas. En la visión trágica también hay un "nosotros" fuerte, conservador, asociado a la tradición, mientras que el planteamiento que nos traes sólo parece abrigar la visión liberal atomizada. Por otro lado, también puede haber liderazgos fuertes conservadores en la visión trágica (sin ir más lejos, el Leviatán de Hobbes, y todas las dictaduras conservadoras) y también existen versiones más horizontales y democráticas en la visión utópica (esencialmente, los anarquismos, aunque sean precisamente utópicos).