El sistema visual de los mamíferos, y de los vertebrados, en general, es de una complejidad asombrosa. El ojo es una estructura tan complicada y su función, tan relevante, que el mismísimo Charles Darwin lo tenía por la principal amenaza para su teoría sobre el origen de las especies. Y no fue el único; también a Ramón y Cajal le asaltó la duda. El ojo humano, principalmente, pero también los sistemas visuales y las estructuras fotorreceptoras de otras especies son el tema del libro de Conchi Lillo ‘¡Abre los ojos!’.
El libro empieza por invocar la evolución y el mecanismo que (a mi juicio) le es más propio, la selección natural. Entiendo que ese es el mejor punto de partida posible para un libro como este, porque si bien el adagio de Theodosius Dobzhansky «En biología nada tiene sentido si no es a la luz de la evolución» –que diese título a su ensayo de 1973– es válido en cualquier caso, resulta especialmente luminoso cuando nos referimos a una modalidad de recepción sensorial con una plasticidad tan grande como la de la visión y con una relación, en general (aunque no en todos sus aspectos), tan evidente con las características del entorno.
A esa inicial contextualización evolutiva de la visión, sigue una descripción del ojo humano. La autora presenta su estructura, tanto del órgano receptor –la retina–, con sus elementos, como de las estructuras accesorias.
Más adelante se adentra en el mundo de los colores –la visión en color–, para explicar que el fenómeno se basa en la posesión de pigmentos visuales que responden de forma diferente a las distintas longitudes de onda de las radiaciones electromagnéticas que constituyen la luz visible. Es visible, precisamente, porque los pigmentos, al absorber la radiación, reaccionan y desencadenan una secuencia de acontecimientos que desemboca en la generación de señales nerviosas. En definitiva, la energía que portan los fotones se acaba convirtiendo en la energía bioeléctrica propia de los impulsos nerviosos.
El título de este apartado –‘Los colores no existen’– me ha recordado una conversación que tuve hace años con mi madre, a quien se lo dije con esas mismas palabras: «¿Sabes que los colores no existen?» «¿Qué tontería es esa?» me respondió ella. «¿Cómo no van a existir si los estoy viendo?» Traté de explicárselo lo más claramente que pude, pero me resultó imposible. Incluso a mis estudiantes les resulta una noción extraña, y el argumento, un tanto alambicado. Pero Conchi Lillo lo explica muy bien; mi madre, a ella, se lo habría entendido.
El color de los ojos también es objeto de su atención; en el libro se explica la razón por la que unas personas tenemos los ojos oscuros y otras los tienen claros. O, incluso, a qué se debe que, como le ocurría a un compañero de estudios en el instituto de Portugalete, haya quien tiene uno de cada color. Conviví con ese compañero –de clase y de francachelas– en el aula, el patio y los bares, durante meses, sin percatarme de su rareza. Hasta que me lo dijo una compañera. Siempre me había parecido que tenía una mirada extraña, pero me tuvieron que decir que tenía un ojo castaño y otro azul para percatarme. Entendí entonces la razón de mi perplejidad.
A los problemas visuales se les dedica un extenso capítulo. Es extenso porque al tratarse de un sistema tan complejo, con tantos elementos, las posibilidades de que funcione de forma anómala se multiplican. Son muchos los fallos posibles del sistema, tanto en los fotorreceptores y sus características pigmentarias, como en el efecto que el paso del tiempo tiene sobre las estructuras retinianas o las averías de algunos componentes accesorios. Cataratas, fatiga visual, miopía, degeneración macular y otros males asoman a las páginas del libro. Y uno no puede dejar de pensar que vemos de milagro. Aunque, en realidad, la reflexión pertinente es otra: qué sistema tan maravilloso es el de la visión que a pesar de tantos elementos constituyentes y potencialmente falibles, lo normal es que durante gran parte de nuestra vida nos preste un servicio excelente.
Tampoco aquí debemos perder de vista la lógica evolutiva. La mayor parte de esos problemas, al menos los que pueden comprometer la supervivencia o capacidad para dejar descendencia, surgen precisamente cuando ya la hemos dejado o, en todo caso, hemos perdido la oportunidad de hacerlo. En otras palabras, la selección natural ha actuado descartando variantes que limitaban a nuestros ancestros; las pocas anomalías que aparecen a edades jóvenes son eso, pocas: excepciones, en realidad.
Los artistas plásticos –me refiero aquí a los pintores, principalmente– también sufren problemas de visión y las consecuencias de esos problemas, de una u otra forma, quedan reflejados en su obra. Es interesantísimo seguir la pista de las deficiencias visuales que delatan los cuadros: miopía, cataratas, estrabismo y otros, son afecciones cuya huella queda impresa en la obra del artista.
Uno de los aspectos más interesantes de la visión como modalidad sensorial es el fenómeno perceptivo, la forma en que la información recogida por los sistemas receptores es procesada por los centros superiores del cerebro y el papel que juega en ese procesamiento la memoria, las emociones y, en general, cualquier tipo de información –incluida la que se recibe por otras vías sensoriales– que interactúa con la de origen visual para generar la percepción. De hecho, lo que vemos acaba siendo el resultado de la confluencia, con las señales procedentes de la retina, de expectativas, recuerdos, sentimientos y otros elementos de nuestra experiencia presente o pasada. Por esa razón, nunca dos personas ven lo mismo cuando contemplan una misma escena.
La autora deja para casi el final, un recorrido por los sistemas visuales de diferentes especies, como bivalvos, cefalópodos, crustáceos, insectos o arácnidos. Este es el apartado que mejor ilustra el apotegma antes citado del señor Teodosio. Y es, por eso mismo, el que mejor muestra la asombrosa diversidad de soluciones que ha generado la naturaleza para, sirviéndose de la información contenida en ciertos intervalos de longitudes de onda de las radiaciones electromagnéticas que “bañan” el universo, dotar a las criaturas animales de herramientas mediante las que desenvolverse con éxito en entornos de lo más dispares.
Cierra el libro una breve mirada a lo que nos puede deparar el futuro desde la tecnología electrónica y telemática, en combinación –casi simbiosis– con nuestro sistema visual. Pero el futuro no está escrito y aunque lo que cuenta Lillo es apasionante, estoy seguro de que nos deparará maravillas aún más asombrosas de lo que hoy somos capaces de vislumbrar.
En resumen, querido lector, querida lectora, si tiene curiosidad acerca del funcionamiento de la visión, la nuestra y la de otros seres vivos, ‘¡Abre los ojos!’ es, por claridad, rigor y amenidad, una lectura muy recomendable.
Autora: Conchi Lillo
Título: ¡Abre los ojos!
Ed por Next Door (2023)
Muchas gracias por la reseña. Siempre me ha parecido fascinante el desafío que supone para la teoría de la evolución explicar la aparición de los ojos, sobre todo en esos estadios intermedios en los que todavía no funcionaban como tales.
Por otro lado, también es muy curioso el papel que desempeñan en nuestra especie, gestionando la mayor parte de la información que procesamos. Fascinante me resultó la historia de la evolución en nuestro linaje, y en el de otros animales, desde la orientación periférica de los ojos laterales propia de las presas (para controlar el entorno al máximo y evitar ser devorados, como los conejos o los caballos) hasta la colocación frontal y el desarrollo de la visión estereoscópica de los depredadores a los que les viene muy bien la superposición de campos visuales para generar estimadores de profundidad y percepción en tres dimensiones para cazar. ¡Hay tanto interesante que aprender y tan poco tiempo!